domingo, 14 de septiembre de 2014

Mi reciente libro, Rey Giurk fue presentado el 6 de sseptiembre, con la participación de los escritores, Teresita Pirra y José Luis Thomas, quienes se refirieron a la obra.


Orillas del lago

Solaz reluce el lago dorado de plata
y esmerilado ámbar.
Es Jassir refugio iluminado.
Ajenos al tormento y las matanzas 
liados en proyectos y armonías
resuellan cautivos del amor.
Enlazan alma y cuerpo.
Alsen y Quantar jóvenes bellos
huyeron el día maldecido
amándose en honda desmesura
consumidos como leños en el fuego.
Fue locura perderse
perdidos con perdición
rebosantes de reboso
rebosados de placer
adormecidos
durmientes
dormidos
agotados
florecidos
enmielados
desprovistos
los hirió el alba trenzados
avergonzada por su propia luz 


sábado, 24 de mayo de 2014

Callejera



Fue sólo una callejera amarga del desamparo
pero me hundí cada noche a quemarme
en su carne de fuego y su sierpe de arena
enjugando el dolor hasta olvidar mis huesos

Era sola y muy dulce y su llanto y la pena
le inundaban los ojos empapados de ojeras
con enormes destierros
por eso y mucho más no sentí la herida
cuando ella me dejo y no sé si gocé
o si ella alguna vez gozó

Era alta y morena con muy anchas caderas
y envolvía a los hombres
con su carne de fuego y su sierpe de arena
y esa voz suya… tan tierna

Era sola y yo solo solos los dos
aunque yo fuera un tonto y ella una callejera.

De mi libro: “Esa muchacha”

jueves, 27 de marzo de 2014

Enriqueta Muñiz, José Luis Thomas, Cristina Mucci y yo,

José Luis Thomas, Enriqueta Muñiz, Norberto García Yudé en el mítico Café Tortoni











Enriqueta Muñiz y José Luis Thomas en nuestro programa de Radio Nacional: Entre nosotros literariamente hablando.

Enriquet Muñiz y Norberto García Yudé en nuestro programa de Radio Nacional: Entre nosotros literariamente hablando.




Enriqueta Muñiz, Crsitina Muchi, José Luis Thomas, Norberto García Yudé ne ocasión de recibir los cuatro el Premio Gente de Letras.

sábado, 15 de febrero de 2014

                        La relojería
                                   Por Norberto García Yudé
                                                      
                                                        (Del libro; Pez Expreso)

    En el barrio todos queríamos y respetábamos al Señor Blenin, por eso nos dolió y nos sorprendió la noticia de su muerte, pero la otra noticia nos sorprendió más.
Recuerdo desde mi infancia su cana y paternal cabeza, su rostro ajado, de sonrisa fresca y juvenil, de estatura baja y gestos ágiles, desmintiendo sus años tan bien llevados. De modales correctos y muy educado como buen descendiente de suizos.
Su esposa, una mujer menuda y frágil, permanecía sentada en una mecedora en la trastienda del negocio. Aparentaba ser mucho más joven que él, pese a su infaltable pañoleta y sus gruesos anteojos y su voz aflautada que se manifestaba en monosílabos. Era persona de muy poco hablar. Daba sensación de gorrioncillo, sobre todo por la velocidad con que movía las agujas sobre los interminables metros de bufandas. No recuerdo haber tenido con ella una conversación completa en toda mi vida. En cambio el Señor Blenin era muy amable; parlanchín y comunicativo, siempre tenía en torno suyo un séquito de chicos revoloteando. Le encantaban los niños pero nunca tuvo la suerte y la alegría de tener hijos.
Recuerdo, yo salía del colegio y antes de sentarme a hacer los deberes, masticando un pedazo de pan con manteca, disparaba como una flecha hacia su negocio para llegar a tiempo, si, porque el Sr. Blenin me otorgaba el privilegio (porque a mí era al único que se lo permitía) presenciar el solemne rito de ver darle cuerda a los relojes, mientras me contaba sus diferentes procedencias.
Tenía ni más ni menos que trescientos veinticinco modelos diferentes en su preciada colección que atesoraba como un avaro. Este acto era para mí un espectáculo fascinante.
Los relojes eran si hobby y su debilidad, tenía una pasión inusual.  Cu-cus, despertadores musicales, de pared, pulsera, de bolsillo, en fin había de toda clase y ami me producía una especie de encantamiento. Al Señor Blenin le llevaba exactamente tres cuartos de hora darle cuerda a todos.
En ocasiones yo llegaba antes de la hora convenida y encontraba al Señor Blenin componiendo todavía algún reloj, ya que este era su oficio, porque todavía no lo dije, pero en su negocio se daban se daban cita los vecinos para hacer reparar sus aparatos de medir el tiempo.
Muchos clientes acudían de barrios cercanos atraídos por su reputación de excelente relojero y su fama de intachable comerciante. Daba placer oírlo cuando contaba viejas historias. Su gracia y elocuencia naturales, su vasta cultura le permitían abarcar cualquier tema, especialmente le apasionaban aquellas charlas sobre ciencia.
A la gente le encantaba la personalidad del Señor Blenin, y no dejaba de llamarles la atención el carácter disímil de su esposa, tan rígida, retraída y huraña. ¿Cómo este hombre pudo haberse casado con una mujer así?, pensaban todos.
La verdad es que yo nunca puse demasiada atención en ella, tan invariable, con su cabello negro recogido en un rodete, sin una cana, la pañoleta verde-impecable sobre los hombros y sus réplicas de gorrión piando en la infatigable mecedora.
Primero todo el mundo creyó en un asesinato por robo, pero después la suposición quedó descartada porque todo estaba en perfecto orden. No faltaba un solo objeto, ni joyas, ni dinero. El médico forense informó que el deceso se produjo el sábado en la noche, aunque el cuerpo lo encontraron el lunes por la mañana. Parece que le falló el corazón.
El descubrimiento lo hizo un cliente y amigo personal del Señor Blenin, todos los días pasaba a visitarlo. Se cansó de tocar el timbre y asombrado de ver el negocio cerrado todavía, tanteó la puerta y como ésta no tenía llave, entró.
Fue terrible.
Él, caído en el piso de la cocina, el gas y la luz encendidos, y ella, sobre la mecedora, la cabeza torcida como un garabato sobre la falda y enredada entre la lana, las agujas y los ovillos y…¡SIN CUERDA!!, si señor, sin cuerda.

                                                             

viernes, 31 de enero de 2014

Crímenes inmediatos

Crímenes inmediatos
 Por Norberto García Yudé
   (del libro: Partículas—dijo.)


Manoteó el despertador y se deslizó desperezándose, hacia el borde de la cama, como un rito matinal.
Los pies dibujaron complicados círculos rastreando las pantuflas. Fue a la cocina  a calentar el café. Después de asearse y admirarse en el espejo del baño, retornó a la cocina y retiró la mermelada y la manteca de la heladera. Trajo el diario que arranco de debajo de la puerta y se dispuso, tranquilo, a desayunar.
Se sentó a leer páginas y páginas aterradoras. Catástrofes, robos, crímenes, estafas, cifras y más cifras. Un horror. El mundo cada día peor.
Tomó el pan de manteca sin empezar aún, cuchillo en mano, galleta a la vista.
Apoyó el cuchillo para cortar una fina rodaja, pero éste resbaló. Repitió el gesto varias veces. La manteca —ahora pudo verlo con claridad— retrocedía agachada.
Confundido, intentó una vez más, pero obtuvo igual resultado.
Sin darse por vencido, con la mano izquierda apretó fuerte el pan de manteca y con la derecha — cuchillo en mano—intentó raspar el lomo.
La manteca se agachó. Quedo atónito. Desconcertado profirió un insulto y se precipitó a la carga.
El mismo resultado. Ella se escurría. Una vez más. Imposible, la manteca se agachaba más que antes, se estiraba, se aplanaba hasta quedar chata como una moneda, y luego volvía a su forma natural. Reía con una mueca silenciosa.
Enojado la tomó con firmeza para cortarla, para vencerla, para matarla. Ella, ágil, se escabulló rápida hasta esconderse detrás de la azucarera, desde donde lo espiaba burlona.
—¡A mí no vas a ganarme! ¡No, a mí, conmigo no podrás! —gritaba enfurecido—¡Yo no soy débil y loco como este mundo…!
La vena del cuello se hinchaba, y se le movía, se ponía rojo, y parecía que iba a estallar. No obstante, con tal argucia le empujó una servilleta encima que la encegueció, dejándola paralizada.
Con cautela descubrió un extremo de la improvisada trampa, para rasparla.
La manteca, dio un respingo, y con un paso de baile de una extraña coreografía saltó casi hasta el techo, yendo a parar en la caída debajo de la mesa.
Ahora si, se desencadenó la verdadera batalla.
Enceguecido, con una furia cruel y su amor propio herido, la atacaba con el cuchillo como un espadachín.
Ella huía de una punta a la otra de la cocina, impulsada por patines invisibles. En cuatro patas, vociferando como un trueno, disparaba puñaladas de loco.
Al fin, vencido, exhausto, se dejó caer en el suelo, boca arriba, entre jadeos, buscando aliento.
Intentaba hallar una explicación a lo inexplicable.
Sentía el alivio del piso frío en su espalda, le hacía bien.
Envalentonada lo escudriñaba desde debajo de una silla, que por milagro, permanecía en medio del caos de objetos revueltos, montañas de cacerolas,  cubiertos, sartenes y muebles que había generado la persecución.
El continuaba consternado.
Ella lo vigilaba agazapada.
Comenzó a caer la tarde.
Ninguno cambiaba su posición. En las primeras horas de la noche, cabeza dura como era, no derritió como él había supuesto.
Amparada por la oscuridad y las horas de vigilia, se fue aproximando.
Cuando estuvo bien cerca, saltó prisionera sobre su estómago.
Él no respondió a la humillación, inmóvil paladeaba por anticipado la victoria.
Apretó el cuchillo, que aún conservaba en la mano, y con un golpe certero la traspasó, partiéndola en dos.

Su cara se contrajo descompuesta, en un rictus, espantoso, de dolor.