Crímenes
inmediatos
Por Norberto García Yudé
(del libro: Partículas—dijo.)
Manoteó
el despertador y se deslizó desperezándose, hacia el borde de la cama, como un
rito matinal.
Los
pies dibujaron complicados círculos rastreando las pantuflas. Fue a la
cocina a calentar el café. Después de
asearse y admirarse en el espejo del baño, retornó a la cocina y retiró la
mermelada y la manteca de la heladera. Trajo el diario que arranco de debajo de
la puerta y se dispuso, tranquilo, a desayunar.
Se
sentó a leer páginas y páginas aterradoras. Catástrofes, robos, crímenes,
estafas, cifras y más cifras. Un horror. El mundo cada día peor.
Tomó el
pan de manteca sin empezar aún, cuchillo en mano, galleta a la vista.
Apoyó
el cuchillo para cortar una fina rodaja, pero éste resbaló. Repitió el gesto
varias veces. La manteca —ahora pudo verlo con claridad— retrocedía agachada.
Confundido,
intentó una vez más, pero obtuvo igual resultado.
Sin
darse por vencido, con la mano izquierda apretó fuerte el pan de manteca y con
la derecha — cuchillo en mano—intentó raspar el lomo.
La
manteca se agachó. Quedo atónito. Desconcertado profirió un insulto y se
precipitó a la carga.
El
mismo resultado. Ella se escurría. Una vez más. Imposible, la manteca se
agachaba más que antes, se estiraba, se aplanaba hasta quedar chata como una
moneda, y luego volvía a su forma natural. Reía con una mueca silenciosa.
Enojado
la tomó con firmeza para cortarla, para vencerla, para matarla. Ella, ágil, se
escabulló rápida hasta esconderse detrás de la azucarera, desde donde lo
espiaba burlona.
—¡A mí
no vas a ganarme! ¡No, a mí, conmigo no podrás! —gritaba enfurecido—¡Yo no soy
débil y loco como este mundo…!
La vena
del cuello se hinchaba, y se le movía, se ponía rojo, y parecía que iba a
estallar. No obstante, con tal argucia le empujó una servilleta encima que la
encegueció, dejándola paralizada.
Con
cautela descubrió un extremo de la improvisada trampa, para rasparla.
La
manteca, dio un respingo, y con un paso de baile de una extraña coreografía saltó
casi hasta el techo, yendo a parar en la caída debajo de la mesa.
Ahora
si, se desencadenó la verdadera batalla.
Enceguecido,
con una furia cruel y su amor propio herido, la atacaba con el cuchillo como un
espadachín.
Ella
huía de una punta a la otra de la cocina, impulsada por patines invisibles. En
cuatro patas, vociferando como un trueno, disparaba puñaladas de loco.
Al fin,
vencido, exhausto, se dejó caer en el suelo, boca arriba, entre jadeos,
buscando aliento.
Intentaba
hallar una explicación a lo inexplicable.
Sentía
el alivio del piso frío en su espalda, le hacía bien.
Envalentonada
lo escudriñaba desde debajo de una silla, que por milagro, permanecía en medio
del caos de objetos revueltos, montañas de cacerolas, cubiertos, sartenes y muebles que había
generado la persecución.
El
continuaba consternado.
Ella lo
vigilaba agazapada.
Comenzó
a caer la tarde.
Ninguno
cambiaba su posición. En las primeras horas de la noche, cabeza dura como era,
no derritió como él había supuesto.
Amparada
por la oscuridad y las horas de vigilia, se fue aproximando.
Cuando
estuvo bien cerca, saltó prisionera sobre su estómago.
Él no
respondió a la humillación, inmóvil paladeaba por anticipado la victoria.
Apretó
el cuchillo, que aún conservaba en la mano, y con un golpe certero la traspasó,
partiéndola en dos.
Su cara
se contrajo descompuesta, en un rictus, espantoso, de dolor.
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