viernes, 31 de enero de 2014

Crímenes inmediatos

Crímenes inmediatos
 Por Norberto García Yudé
   (del libro: Partículas—dijo.)


Manoteó el despertador y se deslizó desperezándose, hacia el borde de la cama, como un rito matinal.
Los pies dibujaron complicados círculos rastreando las pantuflas. Fue a la cocina  a calentar el café. Después de asearse y admirarse en el espejo del baño, retornó a la cocina y retiró la mermelada y la manteca de la heladera. Trajo el diario que arranco de debajo de la puerta y se dispuso, tranquilo, a desayunar.
Se sentó a leer páginas y páginas aterradoras. Catástrofes, robos, crímenes, estafas, cifras y más cifras. Un horror. El mundo cada día peor.
Tomó el pan de manteca sin empezar aún, cuchillo en mano, galleta a la vista.
Apoyó el cuchillo para cortar una fina rodaja, pero éste resbaló. Repitió el gesto varias veces. La manteca —ahora pudo verlo con claridad— retrocedía agachada.
Confundido, intentó una vez más, pero obtuvo igual resultado.
Sin darse por vencido, con la mano izquierda apretó fuerte el pan de manteca y con la derecha — cuchillo en mano—intentó raspar el lomo.
La manteca se agachó. Quedo atónito. Desconcertado profirió un insulto y se precipitó a la carga.
El mismo resultado. Ella se escurría. Una vez más. Imposible, la manteca se agachaba más que antes, se estiraba, se aplanaba hasta quedar chata como una moneda, y luego volvía a su forma natural. Reía con una mueca silenciosa.
Enojado la tomó con firmeza para cortarla, para vencerla, para matarla. Ella, ágil, se escabulló rápida hasta esconderse detrás de la azucarera, desde donde lo espiaba burlona.
—¡A mí no vas a ganarme! ¡No, a mí, conmigo no podrás! —gritaba enfurecido—¡Yo no soy débil y loco como este mundo…!
La vena del cuello se hinchaba, y se le movía, se ponía rojo, y parecía que iba a estallar. No obstante, con tal argucia le empujó una servilleta encima que la encegueció, dejándola paralizada.
Con cautela descubrió un extremo de la improvisada trampa, para rasparla.
La manteca, dio un respingo, y con un paso de baile de una extraña coreografía saltó casi hasta el techo, yendo a parar en la caída debajo de la mesa.
Ahora si, se desencadenó la verdadera batalla.
Enceguecido, con una furia cruel y su amor propio herido, la atacaba con el cuchillo como un espadachín.
Ella huía de una punta a la otra de la cocina, impulsada por patines invisibles. En cuatro patas, vociferando como un trueno, disparaba puñaladas de loco.
Al fin, vencido, exhausto, se dejó caer en el suelo, boca arriba, entre jadeos, buscando aliento.
Intentaba hallar una explicación a lo inexplicable.
Sentía el alivio del piso frío en su espalda, le hacía bien.
Envalentonada lo escudriñaba desde debajo de una silla, que por milagro, permanecía en medio del caos de objetos revueltos, montañas de cacerolas,  cubiertos, sartenes y muebles que había generado la persecución.
El continuaba consternado.
Ella lo vigilaba agazapada.
Comenzó a caer la tarde.
Ninguno cambiaba su posición. En las primeras horas de la noche, cabeza dura como era, no derritió como él había supuesto.
Amparada por la oscuridad y las horas de vigilia, se fue aproximando.
Cuando estuvo bien cerca, saltó prisionera sobre su estómago.
Él no respondió a la humillación, inmóvil paladeaba por anticipado la victoria.
Apretó el cuchillo, que aún conservaba en la mano, y con un golpe certero la traspasó, partiéndola en dos.

Su cara se contrajo descompuesta, en un rictus, espantoso, de dolor.