sábado, 18 de diciembre de 2010

El oso

Cuento publicado en Notiserrano 109

por Norberto García Yudé


—Serás mío, vas a ser mío… como ahora yo soy tuyo… te voy a cortar la cabeza, voy a colgar tu hermosa cabeza, con los ojos bien abiertos… con tu hocico bien abierto… y …tu enorme lengua… marróndisecadadisecada…. bien seca y disecadacolgandodetusfauces… te voy clavar bienclavado… bienbien… clavado en la pared más grande de mi cabaña mientras miro los leños encendidos saboreando un whisky… y brindo a tu salud y te hagomuecas y escupo contra tu peluda y …hermosarepugnantecabezaasesina… y… y… y... ¡¡haaa… y tengo… tengo… los dedos cortados!!!... y …y… fumo un puro… y …te escupo te escupo… y …nopuedo…nopue…dores…pirar… te voy a cazar igual…….. ¡¡te voy a cazar…y …me voy a reír de vos… mevoyareíracarcajadas hasta morir de risa y nunca ¡nunca te voy a perdonar!... no te voy a perdonar, no te voy a perdonar, aunque tenga que matarte con mis propias manos… ¡hay!!!... me sangra… me sangra otra vez el labio… no te voy a perdonar… me arruinaste todo… todo…
Maldita nieve.
Lo persiguió por días y días. Una guerra despiadada. Tal vez una semana. O quizás semanas. Años, años, años. Había perdido la cuenta. Años parecían. El evidente desgaste de su cuerpo sobre el hiriente resplandor de la tundra y la taiga lo demostraban.
Una mancha tambaleante arrastrándose en la obstinada persecución. La tundra, inmensas praderas. Desérticas. Heladas. Infrahumanas. No. No sabía cuanto. No había forma de calcularlo. Aunque tal vez sí, por la espesa barba enmarañada que cubría su rostro, arrasada de mármol blanco, pero de todas maneras no tenía importancia saberlo
Los labios partidos y las profundas heridas de la frente castigada por el viento helado. Heridas profundas, con sangre endurecida, seca. Pero no tenía intención de desistir.
Sorprendido desembocó en un valle majestuoso hundido entre altísimas coníferas inmortales.
Cauteloso rastreó las huellas ensangrentadas.
—Mi bala… llevás mi bala… te di… ahora sí… te ten… te tengo… no vas a ir más lejos…
La memoria entrecortada juega imágenes imprecisas de un rompecabezas horroroso en la madrugada alpina, entre la bruma y los aullidos desgarradores de dolor.
En la penumbra del bosque, bien al borde de la ladera de la montaña, entre peñones, un enorme tajo, como una boca, apareció antes sus ojos la grieta.
Súbitamente su cabeza se despejó. Veloz más que un animal quitó el seguro del arma.
—Destruiste mi cabaña… no importa… te comiste todo… no importa… te hubiera perdonado… pero mataste a Atila… y a los otros perros, pero matar a Atila… mi fiel Atila… eso no… eso… no… no te lo voy a perdonar.
Un potente estallido de furia recorría el rostro adulterándolo, ahora endurecido desde adentro, transformando las pocas facciones visibles en venas y músculos de acero. La mirada en un chorro de hierro candente. Una máscara viva de odio y venganza.
—No te voy a perdonar… no… no… no te voy a perdonar… no tendré piedad…
Arqueado se detuvo. Erizado. Estático. Pleno de lujuria asesina. Una sed destructora huía por su respiración agitada.
En la entrada del negro boquete abundantes manchas de sangre lo esperaban. Extasiado examinó las huellas rojas de sangre fresca, más espesa, más reciente, llamándolo, insistentes, insinuantes, rojas, rojas… vivas.
—Estás cerca… muy cerca… puedo sentirte… puedo sentir tu aliento hediondo encima de mí… tu temor… tu miedo… por fin te tengo acorralado… puedo olerte… te huelo… te huelo… porque estás muy cerca…
Con movimientos felinos, precisos, bien calculados, la mochila fue deslizándose de sus hombros igual que un animal majestuoso hundiéndose en un estanque. Con igual suavidad extrajo el casco linterna.
—Ahora si… te voy a vengar Atila… ya lo tengo…
Aferró la escopeta y se zambulló en la oscuridad.
Espesas bandadas de pájaros huyeron alborotados, chillando desde lo alto de los árboles.
Un silencio infernal de eternidad se dejo oír y atravesó el fondo de la memoria. Luego los estampidos, fuertes, copiosos.
Allí nomás, un bello e indomable remolino blanco fue descendiendo vertiginoso, con la celeridad de un rayo, arrastrando árboles, piedras, troncos, y cubriendo todo, absolutamente todo de blanco.

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