domingo, 26 de diciembre de 2010

Cuento publicado en Notiserrano 106

El avestruz

por Norberto García Yudé



Ermelinda Consulata Esperania Carambulatti, no pudo jamás, controlar su apetito feroz. Desde su infancia, el hambre era su ley y su pasión. Era mucho más fuerte que ella. Presa de un apetito desmesurado, sin fin, tragaba cuanta comida caía a sus manos, mejor dicho a su insaciable trituradora que tenía por maxilares, y una indestructible dentadura de hierro.
Durante su corta vida, pastas, carnes, salsas, verduras, frutas; dulce o salado, cualquier bicho comestible, todo, absolutamente todo pasaba por su boca y su tubo digestivo sin medir consecuencias, de tal forma que en la última etapa de su existencia, ni se tomaba el trabajo de masticar, directamente engullía como un avestruz famélico.
No hay que sorprenderse que a causa de su incontenible adicción pesara más de 494 kilos.
Permanecía postrada en una cama de gruesos hierros que había hecho construir su familia.
No podía levantarse, imposible, ni soñar con ir a la calle, sus piernas no resistían semejante peso.
Nadie logró convencerla de hacer dieta o ver a un medico o por lo menos, tomar alguna medicación. Estos fueron los motivos principales por los que, uno a uno, amigos y familiares la abandonaran.
Ya en soledad, agotó cuanto comercio de comestibles, kioscos y casas de comida había en la zona, porque nadie quería abastecerla, ni darle más crédito. Empeñada, sin un peso y sumida en la más triste de las pobrezas absolutas cayó víctima de una grave y profunda crisis, entró en depresión aguda.
En su desconsuelo y desesperación Ermelinda no hallaba una solución que la salvara del desastre. La angustia hizo multiplicar su hambre y fue comiéndose las cosas más cercanas.
Los objetos que la rodeaban, sábanas, la ropa de cama, las mesitas de luz, no se detuvo hasta acabar con los muebles de su cuarto que cayeron bajo sus implacables dentelladas.
Inexorable el tiempo transcurrió y nadie tenía noticias suyas. Ya no quedaba el teléfono ni el cable, y ni siquiera se salvó el celular con baterías incluidas.
Los vecinos empezaron a percibir un olor raro, nauseabundo. Venía de la casa de Ermelinda.
Entonces alguien recordó que allí vivía ella.
Temiendo lo peor llamaron urgente a la policía, a los bomberos, a defensa civil, a la cruz roja y a cuanta institución apareciera por el camino. Intervino un juez: el funcionario inmediatamente hizo llamar a un cerrajero.
Cuando entraron al dormitorio, provistos de máscaras antigás por supuesto, encontraron la habitación completamente desnuda; en ruinas, sin un mueble, las paredes descascaradas a mordiscones, el piso de parquet levantado, comido hasta el cemento; faltaban grandes paños de alquitrán, y sobre la ancha cama de hierro –sin colchón-- una impresionante esfera babosa, pútrida, nauseabunda y maloliente, que inflada se apretaba contra el techo y, con tal mala suerte que al descomprimir el ambiente reventó a los pocos minutos empapándolos a todos.
La autopsia reveló que la muerte se produjo por un bolo fecal producido por un CD del trío los panchos que le obturó el recto.

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