La relojería
Por Norberto García Yudé
(Del libro; Pez Expreso)
En el barrio
todos queríamos y respetábamos al Señor Blenin, por eso nos dolió y nos
sorprendió la noticia de su muerte, pero la otra noticia nos sorprendió más.
Recuerdo desde mi
infancia su cana y paternal cabeza, su rostro ajado, de sonrisa fresca y
juvenil, de estatura baja y gestos ágiles, desmintiendo sus años tan bien
llevados. De modales correctos y muy educado como buen descendiente de suizos.
Su esposa, una
mujer menuda y frágil, permanecía sentada en una mecedora en la trastienda del
negocio. Aparentaba ser mucho más joven que él, pese a su infaltable pañoleta y
sus gruesos anteojos y su voz aflautada que se manifestaba en monosílabos. Era
persona de muy poco hablar. Daba sensación de gorrioncillo, sobre todo por la
velocidad con que movía las agujas sobre los interminables metros de bufandas.
No recuerdo haber tenido con ella una conversación completa en toda mi vida. En
cambio el Señor Blenin era muy amable; parlanchín y comunicativo, siempre tenía
en torno suyo un séquito de chicos revoloteando. Le encantaban los niños pero
nunca tuvo la suerte y la alegría de tener hijos.
Recuerdo, yo
salía del colegio y antes de sentarme a hacer los deberes, masticando un pedazo
de pan con manteca, disparaba como una flecha hacia su negocio para llegar a
tiempo, si, porque el Sr. Blenin me otorgaba el privilegio (porque a mí era al
único que se lo permitía) presenciar el solemne rito de ver darle cuerda a los
relojes, mientras me contaba sus diferentes procedencias.
Tenía ni más ni
menos que trescientos veinticinco modelos diferentes en su preciada colección
que atesoraba como un avaro. Este acto era para mí un espectáculo fascinante.
Los relojes eran
si hobby y su debilidad, tenía una pasión inusual. Cu-cus, despertadores musicales, de pared,
pulsera, de bolsillo, en fin había de toda clase y ami me producía una especie
de encantamiento. Al Señor Blenin le llevaba exactamente tres cuartos de hora
darle cuerda a todos.
En ocasiones yo
llegaba antes de la hora convenida y encontraba al Señor Blenin componiendo
todavía algún reloj, ya que este era su oficio, porque todavía no lo dije, pero
en su negocio se daban se daban cita los vecinos para hacer reparar sus
aparatos de medir el tiempo.
Muchos clientes
acudían de barrios cercanos atraídos por su reputación de excelente relojero y
su fama de intachable comerciante. Daba placer oírlo cuando contaba viejas
historias. Su gracia y elocuencia naturales, su vasta cultura le permitían
abarcar cualquier tema, especialmente le apasionaban aquellas charlas sobre
ciencia.
A la gente le
encantaba la personalidad del Señor Blenin, y no dejaba de llamarles la
atención el carácter disímil de su esposa, tan rígida, retraída y huraña. ¿Cómo
este hombre pudo haberse casado con una mujer así?, pensaban todos.
La verdad es que
yo nunca puse demasiada atención en ella, tan invariable, con su cabello negro
recogido en un rodete, sin una cana, la pañoleta verde-impecable sobre los
hombros y sus réplicas de gorrión piando en la infatigable mecedora.
Primero todo el
mundo creyó en un asesinato por robo, pero después la suposición quedó
descartada porque todo estaba en perfecto orden. No faltaba un solo objeto, ni
joyas, ni dinero. El médico forense informó que el deceso se produjo el sábado
en la noche, aunque el cuerpo lo encontraron el lunes por la mañana. Parece que
le falló el corazón.
El descubrimiento
lo hizo un cliente y amigo personal del Señor Blenin, todos los días pasaba a
visitarlo. Se cansó de tocar el timbre y asombrado de ver el negocio cerrado
todavía, tanteó la puerta y como ésta no tenía llave, entró.
Fue terrible.
Él, caído en el
piso de la cocina, el gas y la luz encendidos, y ella, sobre la mecedora, la
cabeza torcida como un garabato sobre la falda y enredada entre la lana, las
agujas y los ovillos y…¡SIN CUERDA!!, si señor, sin cuerda.