El último
Sucedió antes del primer fuego o después
del aquelarre de neutrones y láser. Una luna de miel y cocodrilo giró en un
vuelco azul, sin eje ni voluntad e iluminó la escena. ¿O eran cuatro satélites
verdes? ¿O acaso, eran once anillos celestes? No importa. Junto al palio, un
grupo de hombres reunidos. Dentro del semicírculo, el rey, o el gobernante, o
el jefe, o… bueno, no se sabe, digamos la máxima autoridad.
—Está bien
guardias, ¡soltadlo! —pronunció con voz grave y profana, dentro de la
descomunal noche, mientras miraba al hombre tambaleante frente a él— ¿Dónde lo
encontraron?
Uno habló:
—Allá señor,
junto a los montecillos rojos que mueren en el río. Escribía extraños símbolos
sobre la arena húmeda, hablaba solo y contemplaba las estrellas.
—¡Matemoslo!
—Cortadle la
cabeza!
—¡Que le
arranquen los ojos y la lengua!
—¡Quitadle el
corazón!
Rugieron entre
mezcladas todas las voces
—¡Silencio!
—ordenó el soberano— Dime Ataak, tú que eres el más sabio de todos, el más
viejo y mi consejero personal: ¿Qué haré?
Los escudos se
contrajeron y las armas se dilataron, conformando una incongruente flor de
raros pétalos humanos.
Entre la
multitud, se abrió paso un anciano de ropas, barbas y larga cabellera, que
posando un instante su mirada de humo sobre la horda, habló así:
—Majestad, con
humildad os digo, en mi niñez he visto algunos como él antes que los
exterminaran. Propongo que lo dejéis en libertad. No podrá subsistir. Éste debe
ser el último que queda. No es más que un poeta…